Wednesday 20 January 2010

Lo mucho y lo poco que hemos cambiado

No me cabe duda que, cuando los libros de historia nacional hagan el recuento de estos últimos años, los situarán como entre los de mayor cambio y transformación en Chile. La capacidad adquisitiva de las personas se ha incrementado exponencialmente, la cobertura educacional se ha extendido hacia casi la totalidad de nuestros niños y adolescentes, se han construido modernas carreteras y hospitales, y nos hemos posicionado como un país respetable y creíble en el plano internacional. 



Participé como adherente en las campañas de Ricardo Lagos y de Michelle Bachelet. Con más convicción en el caso de Lagos, tengo una admiración personal por él y me pareció que el retorno de un socialista a la Moneda constituiría un hito histórico. Creo no haberme equivocado. Sin embargo, mirando hacia el futuro, creo que los frutos de la transición deben ser compartidos por toda la sociedad chilena, tanto en sus luces como en sus sombras. En eso la centro-derecha ha sido sumamente inteligente. Ha sabido reflejarse y hacerse parte en las transformaciones socio-culturales que, en gran medida, han sido lideradas e implementados por la Concertación. El reconocimiento a los logros de esos años por parte de la candidatura de centro-derecha ratifica que la Concertación ha cumplido la mayoría de sus metas: a confesión de parte, relevo de prueba. Por eso, más allá del resultado electoral de este domingo, como concertacionista, pero sobre todo como chileno, me sentiré orgulloso de todo lo que hemos logrado. Aunque no siempre ha sido así. 
Debo confesar que, durante mucho tiempo, me sentí avergonzado de mi país. Aún recuerdo que, encontrándome en España en 1998, cuando me preguntaban sobre mi opinión acerca de la detención de Pinochet, lo único que deseaba era desaparecer. Primero, porque la verdad no sabía mucho sobre ese señor y su estatus a la sazón. Segundo, porque me parecía que sólo en un país ultra-subdesarrollado podían pasar las cosas que pasaron y pasaban en Chile. Hoy entiendo mejor muchos de esos eventos. Habiendo tenido la oportunidad de conocer otras realidades y de contrastar otras experiencias, nacionales y personales, me doy cuenta que ningún país ha sido ni es el modelo ideal. Ciertamente, nuestra transición estuvo lejos de ser perfecta, pero ninguna lo ha sido. Sin embargo, el camino que recorrimos nos permitió llegar a un punto al cual muchos países, vecinos y no tanto, observan con admiración y respeto. 
Ahora bien, sin desmerecer lo anterior, en muchos aspectos hemos cambiado demasiado poco. Seguimos siendo una sociedad tremendamente injusta, poco solidaria e individualista. Estoy seguro que si hiciéramos una encuesta, la mayoría de los chilenos no estarían dispuestos a pagar más impuestos a fin de contribuir a financiar mayor bienestar social. Los próximos gobiernos tendrán el desafío de pasar de las cuestiones relativas a la “sobrevivencia”, de nuestra democracia, de nuestras finanzas públicas y privadas, de millones de personas bajo la línea de la pobreza, hacia las cuestiones que dicen relación con la “calidad”, de nuestra democracia, de nuestro sistema de protección social, de la educación y la salud, de nuestra vida en general. Es que el desarrollo no puede ser considerado exclusivamente como el aumento de unos dólares más en el indicador de turno, sino que debe reflejarse en un incremento en la calidad de vida de los ciudadanos. Para este estándar, afortunadamente, no hay indicadores “objetivos”. Al día de hoy, me parece que estamos al debe en este ítem. En consecuencia, dependerá de los próximos gobiernos crear las oportunidades que permitan a cada uno/a desarrollar su propio plan de vida personal. He aquí un desafío generacional. Será nuestra generación, que se ha encumbrado sobre los hombros y sobre las crisis de las generaciones anteriores, la que tendrá que liderar estas transformaciones.